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La profesión de fe más bella es la que se hace en el sufrimiento
José Juan Sánchez Jácome
Sursum Corda

09 Sep 2024

 


Pbro. José Juan Sánchez Jácome


 


          ¡Cuántas veces a lo largo de la vida hemos hecho nuestra profesión de fe! En los lugares sagrados que se imponen por su trascendencia, en las fiestas litúrgicas que provocan gozo en el Espíritu, en las celebraciones especiales, en las ceremonias donde recibimos los sacramentos y en los momentos más hermosos y significativos de nuestra vida hacemos solemne profesión de fe.


Agradecidos y emocionados hemos hecho la profesión de fe cuando las bendiciones llegan a nuestra vida, cuando todo nos favorece y cuando nos queda totalmente clara la cercanía y misericordia de Dios. En esos momentos nos nace del corazón decirle al Señor: “Creo en Ti”; “Gracias por tanto amor”; “Te acepto, Señor, y aunque no me merezco tanto amor te alabo y te bendigo”.


          No se necesita pensar y planear una confesión de fe como éstas porque el alma se vuelca en la alabanza y la acción de gracias a Dios, ante la bondad y misericordia del Señor que son manifiestas. En momentos así no basta confesar la fe de manera doctrinal, sino que el espíritu se conmueve para involucrar todo nuestro ser en una profesión de fe. Como señala el dominico Daniele Aucone: “La vida cristiana no es un frío intelectualismo ni sentimentalismo estéril, sino existencia reconciliada llamada a conjugar mente y corazón, profesión de fe y confesión de amor”.


          En otros casos hemos hecho la profesión de fe después de un largo y fatigoso proceso de búsqueda en el que quizá llegamos a pensar que ya no había nada que buscar. En una circunstancia de esta naturaleza Dios se manifestó contra todos nuestros pronósticos. Nos hemos puesto en camino, hemos buscado, pero Dios finalmente se ha asomado de tal forma que llegamos a decir: “Perdón por mi soberbia, perdón por dudar, creo en ti Señor”.


          Sin embargo, llega también el momento de hacer una profesión de fe cuando no vemos las cosas con claridad, cuando las cosas no suceden como queremos y cuando más bien pasamos por un momento de oscuridad y turbulencia espiritual. En una situación difícil también debemos decir al Señor: “Creo en ti. Me está pasando todo esto que no me gusta, que me confunde, que me lastima, pero creo en ti Señor”.


          Resulta sorprendente la profesión de fe del gran teólogo jesuita francés Henri de Lubac, la cual está revestida de emoción y convicción, aunque sin dejar de reconocer las dudas que se presentan en el camino de la vida cristiana:


“Soy hijo de este siglo, hijo de la incredulidad y de las dudas, y lo seguiré siendo hasta el día de mi muerte. Pero mi sed de fe siempre me ha producido una terrible tortura. Alguna vez Dios me envía momentos de calma total, y en esos momentos he formulado mi credo personal: que nadie es más bello, profundo, comprensivo, razonable, viril y perfecto que Cristo. Pero además -y lo digo con un amor entusiasta- no puede haber nada mejor. Más aún: si alguien me probase que Cristo no es la verdad, y si se probase que la verdad está fuera de Cristo, preferiría quedarme con Cristo antes que con la verdad”.


          Por lo tanto, lo que hemos confesado en la alegría debemos también confesarlo en la tristeza; lo que hemos confesado en la emoción debemos también confesarlo en la aflicción; lo que hemos confesado en la dicha debemos confesarlo también en el sufrimiento. Por ejemplo: ante una enfermedad, ante una tribulación y ante la muerte de un ser querido.


          En momentos críticos como estos se acrisola y purifica nuestra fe. Marta de Betania, que se había regocijado muchas veces con la visita de Jesús a su familia, pero también tiene que hacer un acto de fe cuando su hermano ya está muerto. Al punto de las lágrimas llega a confesar que Jesús es la resurrección y la vida.


Especialmente cuando llega el momento de aceptar la muerte de nuestros seres queridos tenemos que decirle al Señor: Creo en ti porque lo que yo no puedo hacer por los difuntos, Tú si lo puedes hacer; porque yo no puedo arrancarlos de las garras de la muerte y Tú si puedes; porque yo no puedo -ni con mis mejores intenciones- hacer que dejen de sufrir y Tú si puedes; porque yo no puedo hacerlos felices eternamente ni queriéndolos tanto, pero Tú si puedes hacerlo; porque yo no puedo ofrecerles la morada eterna, pero Tú si puedes. Creo en Ti porque en la muerte no caemos en el vacío, sino en tus benditas manos.


En los tiempos de aflicción y tribulación, como los que ahora vivimos con tanta violencia e inseguridad, tenemos que profesar la fe para agarrarnos fuertemente de la mano del Señor y no permitir que el mal, que nos ha golpeado de distintas maneras, intente también arrancar de nuestro corazón la fe y el amor a Dios Nuestro Señor.


No se trata de maldecir, protestar y rebelarnos contra Dios cuando el mal descarga toda su furia contra nosotros. Hay tiempos para ratificar en la aflicción lo que hemos dicho y prometido en la bendición; para ser incondicionales en la alabanza a Dios, así como Él jamás nos ha dado la espalda, a pesar de nuestra infidelidad.


No hay que esperar a que vengan tiempos mejores y días especiales para sonreír a Dios y profesar nuestra fe, sino que también los momentos de aflicción y tribulación deben llevarnos a confesar nuestro amor a Dios y a confirmarle nuestra fidelidad.


Si bien los momentos de gozo y plenitud nos impulsan a confesar alegre y apasionadamente nuestra fe, son todavía más reveladoras las muestras de amor a Dios y la profesión de fe en los momentos de crisis y dificultad por los que pasamos. Como señala el padre Pío:


“La profesión de fe más bella es la que sale de tus labios en la oscuridad, en el sacrificio, en el dolor, en el esfuerzo supremo por buscar decididamente el bien; es la que, como un rayo, disipa las tinieblas de tu alma; es la que, en el relampaguear de la tempestad, te levanta y te conduce a Dios”.


Más que renegar o protestar, en esos momentos difíciles se debe manifestar nuestra fidelidad a Dios, a pesar de lo que estemos pasando. Como decía el sacerdote jesuita Vicente Gar-Mar: “Tus dolores son como astillas de la cruz de Cristo. No está bien que adorando esa cruz, maldigas sus astillas”.


Cuando nos toque pasar por la tribulación no dejemos de alabar y bendecir al Señor, confiando incondicionalmente en sus designios. Decía San Juan de la Cruz: “Vivan en la fe y la esperanza, aunque sea en la oscuridad, porque en esta oscuridad Dios protege el alma. Echen su cuidado a Dios porque son suyos y Él no los olvidará. No piensen que Él los deja solos, porque eso sería agraviarlo”.


Por lo tanto, no agraviemos a Dios con nuestra desconfianza porque somos suyos y no deja de estar a nuestro lado. Al respecto recomienda San Francisco de Sales: “En las tribulaciones, que nuestra alma sea como un ruiseñor, que canta en medio de una mata de espinas”.


En la prueba y el sufrimiento hagamos nuestra esta hermosa oración del Cardenal Newman para que lleguemos a la confianza incondicional en los designios de Dios y en su presencia amorosa en nuestra vida:


“Él no hace nada en vano, puede prolongar mi vida y puede acortarla. Él sabe lo que hace, puede llevarse a mis amigos. Puede lanzarme entre extraños. Puede hacerme sentir desolado. Puede hacer que mi ánimo se hunda. Puede ocultarme el futuro. Pero aun así Él sabe lo que hace”.


 


 

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